¡Séptimo día de mi Aventura a Santiago!
Hoy iba a ser una etapa corta, tan sólo 8km, por lo que podía estar antes de mediodía en el hotel que había reservado. Hacía mucho frío otra vez, aunque no parecía que fuera a llover. La distancia a recorrer era hasta el centro de la ciudad, por lo que, al poco de salir, ya me encontré en los arrabales de León.
El hospitalero de El Burgo Ranero me había aconsejado para no cargar las piernas (le comenté que había padecido una lesión en la rodilla el año anterior) que no hiciera todo este largo tramo por asfalto andando; había un autobús que se podía coger en un punto a las afueras y que te evitaba bastante trayecto. Lo contemplaba como una posibilidad, aunque dependería de cómo me encontrara y lo dura que fuera la entrada a la ciudad (aún me acuerdo, y mis piernas más, de las entradas a Logroño y Burgos... casi lloré). Había que salvar varios toboganes los primeros kilómetros; empezaban los desniveles...
Anduve muy incómoda durante la primera hora puesto que, al haber secado el día anterior mis mallas en la secadora, habían encogido. Me había metido la ropa en la secadora un peregrino del albergue al acabar su colada... por hacerme un favor. No lo he comentado antes, pero tenía pánico a volver a lesionarme la rodilla, no podía llevar nada que me apretara o estirara en esa zona, y me aplicaba gel antiinflamatorio a diario. Me había comprado estas mallas de correr para hacer el Camino, por lo cómodas y elásticas que eran: ahora me las sentía prietas. ¡Qué rabia! ¡Qué impotencia! Ni tirando de la fibra cada x metros, conseguía que cedieran un poco. Me acordé en ese momento de mi ex, cuando al principio de estar juntos me encogió un montón de ropa buena de lana por meterla en la secadora...
En ese momento afloraron antiguas emociones contenidas. Lloraba desconsoladamente aunque no paraba de caminar, y en un momento dado fui consciente de que estaba fuera de mis casillas. Respiré, paré un poco. Decidí desviar la atención de mis mallas hacia el paisaje, los árboles, los animales de mi alrededor. Debía recuperarme. No tenía porqué volver a pasarme lo del año anterior en la rodilla. Me calmé.
El Camino pasaba junto a un cementerio; había una flecha amarilla pintada en el muro. "Los difuntos también nos enseñan el Camino", pensé. Me santigüé. Desde ese día, lo haría cada vez que pasara junto a un cementerio, por respeto a los que ya no estaban con nosotros, y a los que de vez en cuando, aún echaba de menos.
Entre las subidas y bajadas en zigzag por los toboganes y la concentración por minimizar el esfuerzo, me olvidé de mi rodilla y mis mallas estrechas. Pensé que lo que me había ido mal en el pasado, no tenía por qué sucederme ahora. También fui consciente de que, después de haber salido una antigua emoción reprimida, ésta se había quedado atrás en el Camino, me había abandonado para siempre. Me estaba curando de mis heridas.
Después de una fuerte subida, pude vislumbrar la capital. Ahí estaba León, tantas veces deseada en mis sueños de peregrina. Estaba emocionada. Salvé otra bajada, y el terreno ya empezaba a ser llano. Encontré el punto en donde podía coger el autobús al centro, pero eran las 10.30 a.m. y no estaba nada cansada; decidí seguir caminando (llegaría a Santiago de Compostela por mi propio pie, nunca usé otro medio)
Aunque en las ciudades también hay alguna flecha amarilla pintada (sobre todo en las farolas), normalmente se indica el Camino de Santiago con una señal específica en el suelo: a veces una concha, una estrella... ésta es la que me guiaba por la ciudad de León:
Después de otro rato de marcha encontré un minúsculo bar, donde tomé un zumo y pude ir al baño. Ojeé el periódico del día: allí me enteré de que el actor Benedict Cumberbacht se había comprometido. Había comunicado la noticia mediante un breve anuncio en el Times. Se me habían adelantado... "¿Y que tiene eso que ver con el Camino?", me preguntaréis. Como expliqué al inicio del blog, lo escribo sobre todo como una especie de diario de viaje, para poder acordarme de mis aventuras y vivencias, pues no poseo una muy buena memoria. Cuando sea viejecita me hará gracia recordar esta anécdota...
Faltaba una media hora para mediodía, cuando me encontré a las puertas de las antiguas murallas. Estaba a punto de entrar en el casco viejo. Hice uso de mi móvil para situarme y poder dirigir mis pasos hacia la Catedral. Si bien la tecnología es un gran avance, tuve que preguntar igualmente...
A las 11:55 del día 6 de noviembre dejé la Calle Ancha y entré en una plaza: allí estaba, imponente, la Catedral de León.
Me dirijí al hostal donde debía alojarme para, por lo menos, dejar mis cosas si no estaba lista la habitación. Hubo suerte: pude hacer el check-in. Después de una semana de estar durmiendo en albergues, este lugar me parecía un lujo. Esa noche no iba a necesitar mis auriculares para dormir...
Me instalé rápidamente y fui a dar un paseo; necesitaba comer algo. Fui callejeando un poco, se veía a mucha gente pese al frío y había varios bares de pinchos. Finalmente paré en uno de ellos que vi lleno de gente, donde tomé un rico vino de la tierra y un par de pinchos por un módico precio. Deseaba ir a visitar la Catedral, pero necesitaba descansar un poco antes de mi visita al fisioterapeuta... volví al Hostal Albany.
Después de dormir un rato tenía el tiempo justo de darme un baño antes del masaje. Cuando empecé a llenar la bañera, tardaba en llegar el agua caliente. Y siguió tardando. ¡No había agua caliente! Hablé enseguida con recepción, me dijeron que lo comprobaban al instante: había habido un problema con la caldera y se había apagado, el agua caliente volvería en 1/2 hora.
¡Media hora! ¡No tenía tanto tiempo! Si no espabilaba iba a llegar tarde... Decidí apurar el máximo de tiempo posible, unos 20 minutos, hasta que al final tuve que ducharme con ¡agua casi fría! brrrrr! ¡Ni en verano soporto el agua fría! En fin, no pensaba amargarme el día; me armé de valor y estuve lista en unos minutos.
El masaje que tenía contratado con el fisioterapeuta fue de gran ayuda; si bien no notaba ninguna molestia importante, tenía cargadísimos los gemelos y una contractura en el hombro izquierdo (anterior al Camino) que había empeorado. Estos de +que fisio son unos profesionales: utilizaron el novedoso método Indiba, tecnología avanzada en el mundo de la fisioterapia. Si queréis más información podéis visitar su web +que fisio
Al salir de la consulta era ya casi de noche, y no había visitado la Catedral por dentro. Aunque me diera tiempo de hacer una corta visita, la poca luz habría deslucido su belleza. Di otra vuelta por el casco antiguo, contemplando bellos edificios, de nuevo las murallas, las plazas... andaba buscando el barrio húmedo, donde me apetecía ir más tarde, siguiendo consejo de Susana, una paisana mía cuya familia es de León.
Finalmente dirigí mis pasos hacia la Catedral, y aunque no era posible su visita, pedí poder visitar el claustro y una capilla, aún abiertos al público. Después de tantas jornadas había deducido que lo que me hechizaba de las catedrales y conventos eran los claustros, por lo que me iba a dar por satisfecha.
Junto a una terrorífica gárgola de la Catedral de León |
Cuando iba a entrar en la capilla, recibí una sorpresa: Mr. Romney, el peregrino australiano con el que había coincidido un par de días por el Camino, salía de ella. Después de saludarnos con alegría por el reencuentro, me contó que había llegado a León el día anterior, y que se alojaba, como yo, en el Hostal Albany.
Desde su llegada a la capital había estado buscando revivir la experiencia de la vez anterior en que hizo el Camino de Santiago, cuando se sentaba en las terrazas de los bares enfrente de la Catedral para ver pasar los peregrinos. Pero esta vez no era primavera, era noviembre con temperaturas de invierno, y él no estaba acostumbrado a tanto frío, ni venía equipado para hacerle frente. Abandonaba aquí el Camino, no llegaría hasta Santiago: tomaría un tren al día siguiente a Lourdes.
Le hice un último servicio como traductora, le acompañé a una lavandería pues no podía entenderse con el dueño ya que no hablaba nada de español. Romney quería cenar temprano, me pidió si me apetecía acompañarle. Le comenté que me habían hablado del barrio húmedo, que se comía tan bien. Fuimos dando un paseo y charlando. Hacía muchísimo frío por la calle. Andamos un buen rato pero no encontramos ventura. Yo necesitaba descansar después del masaje y recuperar fuerzas, pues al día siguiente reemprendía la marcha de nuevo.
Al volver a estar enfrente de la Catedral después de un rodeo, me propuso que cenáramos un menú en el mismo Hostal Albany (que yo había consultado por la tarde y tenía muy buena pinta). Acepté encantada, era lo mejor para los dos. Compartimos cena y una amena charla, juntándonos después con peregrinos que estaban en otra mesa.
Después de cenar nos despedimos, deseándonos un "Buen Camino... de la Vida". Estaba un poco triste, pues en este viaje era el primer peregrino del que me despedía, sabiendo que no lo volvería a ver más. Vendrían otros más, y otras despedidas, pero cada día había que seguir el Camino sin volver atrás, mirando siempre al desconocido horizonte que se abría ante nosotros. Ultreia!
P.D.: Después de cenar conseguí por fin tomar el ansiado y relajante baño de espuma en mi habitación: dormí como un bebé.