La siguiente etapa, 4 de enero de 2014, se presentaba con 9,2 km por
delante hasta Población de Campos, con parada en el km. 6 en Frómista para
comer.
Lourdes quería venir a recogerme a mi llegada a Población para que volviera a su
albergue, pero mi idea era, si todo iba bien (aún estaba probando cómo
reaccionaba mi rodilla al volver a hacer kilómetros), dormir en el albergue de
Población. Ella me lo desaconsejó, puesto que no estaba en las mejores
condiciones. Pero no me sentía bien yendo y viniendo con el coche, debía seguir
adelante. Por otro lado, ya había abusado bastante de la hospitalidad de esta
pareja; debía seguir mi Camino por mis propios medios o volver a casa.
Salí de Boadilla temprano y creo recordar que ya al inicio tuve que
colocarme la capa de lluvia. Ese día hacía bastante viento. Casi todo el
trayecto hasta Frómista transcurre junto al Canal de Castilla. Yo pensaba… ¡qué
bonito!, todos hablaban tan bien de ese tramo… para mí fue infernal. Después de
haberme refugiado en unos palomares junto al Camino para comer algo y reponer fuerzas,
empezó a moverse un vendaval y caer una fuerte lluvia, que a duras penas me dejaba avanzar. No estaría ya muy lejos de Frómista. Había rachas de viento que me
azotaban por el lado izquierdo, que debía contrarrestar con el bastón, puesto
que no podía apoyarme en la pierna derecha por mi rodilla. Cada vez me acercaba más la orilla del Canal. Y sus aguas estaban turbulentas. De repente,
sentí miedo. Miedo a que, por mi debilidad, una racha de viento me hiciera
tropezar e ir directa al Canal, ¡no quería ni pensar lo que me habría podido
pasar luego! Tuve un momento de pánico, pero logré serenarme enseguida y seguir
ante la adversidad, puesto que no había ningún sitio donde refugiarme.
El apuro pasó. La capa estaba empapada, pero mi cuerpo estaba seco, conservaba el
calor y me sentía bien; la rodilla seguía igual, ni mejor ni peor, y no me
dolía. No había de qué preocuparse. Lo que noté es que se me habían calado los
pies. ¡Vaya! Mis botas goretex habían cedido ante tantos kilómetros y
excursiones.
Llegué por mi propio pie a Frómista y lo primero que hice fue ir a un
bar que había visto los días anteriores a tomar algo caliente y comer un poco;
entré, y tenían caldo casero, ¡mi reconstituyente preferido en el Camino! Pedí
en la barra y vi sentado en una mesa a un joven que no podía negar ser un
peregrino camino a Compostela (lo había visto antes por la calle cargando
su mochila). Me acerqué a darle conversación, y acabé sentándome en su mesa. El
tomaba un pacharán para calentarse, pero al verme degustar un buen caldo
reconstituyente no pudo menos que pedirse otro para él. Conversamos sobre el
Camino, sobre nuestro lugar de procedencia. No recuerdo su nombre, sólo que era
pelirrojo y venía de Australia (o era de Escocia? Ay ….)
Al terminar de comer volví al albergue Betania a por, esta vez sí, mi
mochila, con todo mi equipaje. Iba a seguir hasta Población de Campos. Me
despedí emocionada de Lourdes y de los peregrinos que seguían allí alojados,
con la promesa de volver a Frómista algún día.
Me quedaba más o menos una hora / hora y media de camino, teniendo en
cuenta al ritmo que andaba debido a mi cojera. El piso no presentaba ninguna
dificultad, puesto que todo el camino transcurría por un andadero sin desnivel al lado de la
carretera. Pasaban los minutos, y cada vez que volvía la cabeza, parecía que no
habia avanzado en absoluto. Es lo que tienen los Campos de
Castilla.
El albergue de Población era muy, muy básico. Atendían dos hermanas
propietarias del Hotel Rural Amanecer en Campos, yo conocí a Inma. Súper
simpática, me recibió con una copa de tinto del país. Me dijo que tenía
habitaciones en el Hotel disponibles, y que en el albergue se hospedaba un
peregrino que regresaba desde Santiago e iba de vuelta a su casa. Le dije que
el albergue estaría bien.
En esos momentos, cualquier cosa que se me ofreciera era bien recibida
y estaba agradecida por la hospitalidad de esas gentes. Me sentía feliz de
haber finalizado la etapa con éxito, y de haber vuelto a la Aventura. Estaba en el momento más introspectivo de mi viaje, en el que más intensamente vivía mi condición de peregrina a Santiago de Compostela.
Ese día Inma estaba esperando a unos cuantos clientes que llegaban al
hotel y estaba sola, aunque necesitaba acercarse a Carrión para comprar pescado
para la cena. Me pidió si yo podría quedarme en el Hotel para avisar a los
clientes que llegaban que esperaran a su regreso; acepté encantada, puesto que,
mira por dónde, mi profesión es la de recepcionista de Hotel, con lo cual
estaba feliz de poder echar una mano. Como muestra de agradecimiento por mi
servicio (atendí 2 llegadas, acompañándoles a sus habitaciones), me invitó a
cenar en el Hotel, junto con el otro peregrino alojado en el albergue. Tenía en
el salón-comedor una estufa de pellets, ¡era imposible negarse!
La historia del otro peregrino con el que compartí cena y alojamiento
era realmente curiosa: venía de Santiago y se dirigía a la casa de sus padres
en Barcelona. Aunque no era esa la peculiaridad, sino que viajaba sin nada de
dinero, sobrevivía con la caridad de la gente. No, no era un indigente, como
podríais pensar. Este chico de unos cuarenta años (no recuerdo su nombre, vaya…
quizás Juan?) había estado viviendo en Oviedo, hasta que, por la crisis, se
quedó sin trabajo, como tanta gente a la que conocemos en las mismas
circunstancias. El es originario de Barcelona, por lo que toda su familia
estaba lejos. Llegó un momento en que se le acabaron todas las ayudas y se había
quedado sin ingresos, y se resistía a volver con su familia.
Cuando no vio otra opción decidió volver a casa; no aceptó que su hermano le pagara el billete de regreso, y salió de Oviedo dirección a
Santiago de Compostela. Al finalizar el Camino, empezó el de regreso a su
tierra natal, Barcelona.
Estuvimos hablando un buen rato sobre el no tener dinero, cómo
sobrevivir fuera del sistema. A él no se le hacía fácil viajar así, le costaba cada vez que tenía
que pedir caridad, un techo donde cobijarse y un plato de comida. Me contó que
cada vez que entraba en un albergue le recibían de buen grado, pero que, al
decirles que no tenía dinero para pagar, todos los hospitaleros cambiaban la
cara.
-
Excepto
Inma, ella ha sido la única que, después de decirle que no tenía nada, ha
seguido sonriéndome. Es una gran mujer – dijo.
Otras veces tenía que pedir dinero a los otros peregrinos, y que siempre se sentía mal. Me contó que,
al iniciar su aventura, pensaba que siempre tendría el apoyo de la Iglesia como
último recurso, que era la que durante siglos acogió a los peregrinos. Pues no, los
curas fueron los que más le decepcionaron. Ni una sola vez le acogieron en una
iglesia o parroquia, ni le dieron un plato de comida. Estábamos a princicios de
enero. En cambio, le sorprendieron gratamente los pequeños dueños de bares y
restaurantes, fueron los que más le ayudaron y no le negaron un plato de
comida. La gente llana, del pueblo. Los que realmente sostenemos y
levantaremos este país.
Esta historia me hizo pensar mucho sobre la solidaridad de la gente,
de lo egoístas que somos en general, y de la suerte que he tenido yo de momento
en la vida al no tener que pasar por este tipo de penurias.
Pero en fin, nos fuimos los dos hacia el Hotel a cenar, compartiendo
mesa. Los otros clientes alojados también cenaban en el hotel (en Población
creo que no había ningún bar abierto). Inma nos preparó una cena riquísima: un
puré calentito y de segundo un pescado a la plancha… ¡todo un lujo para unos
peregrinos! Tuvimos una charla amena con mi compañero, me dijo que había
trabajado de camarero durante muchos años. Hablando de otros peregrinos me contó
que se había cruzado con un misionero salesiano… ¡había conocido a Máximo! ¡Qué
alegría tuve de saber de él! Le había visto unos días atrás en León, debería estar
ya en Galicia, a unos días de su destino.
Inma, la pobre, estaba sola en la cocina y el comedor. Cuando se
hubieron ido los clientes, nos ofrecimos a echarle una mano. Entre Joan (creo
que éste era su nombre) y yo recogimos el comedor, y como tenía la cocina toda
patas arriba, nos metimos también a ayudarla a limpiar. Lavavajillas, secar
copas…. Nos reímos mucho ese rato. Inma nos tenía bien entretenidos con sus
historias. Ahí estaba yo, una menorquina con la pata coja, en una cocina gélida
(no había calefacción, debíamos estar a 3 o 4 grados en el exterior), con una
palentina y un barcelonés, compartiendo risas y nuestras historias. Fue una
noche mágica.
Ya eran como las 2 de la mañana cuando nos retiramos, y me esperaba al
día siguiente otra etapa más, debía seguir mi Camino. Me despedí de Inma hasta
la mañana siguiente, en que iría a desayunar. Me acosté en la litera
finalmente… hacia mucho frío en la habitación, sólo disponíamos de uno de esos
calefactores para el baño. Las ventanas son de esas antiguas que no cierran
bien y se colaba el aire helado por las rendijas. Me metí en el saco de dormir
con toda la ropa que pude, el gorro en la cabeza, jersey polar… aún así, me
costó conciliar el sueño. Dormía con el cabecero hacia la ventana, y el aire
helado me llegaba a la coronilla. Tenía frío. Al cabo de un buen rato, finalmente,
caí rendida y dormí profundamente.