Castrojeriz, última población de la provincia de Burgos en el Camino
de Santiago. En este nuevo día que empezaba, estaba a punto de alcanzar mi tercer
objetivo: atravesar la provincia de Burgos. ¿Debía continuar otra provincia más?
Tenía mis dudas.
Mi idea era completar en esta etapa Castrojeriz–Frómista (25km) y en la
siguiente, 24 de diciembre, Frómista-Carrión de los Condes (19 km), donde
pasaría la Nochebuena.
Al levantarme por la mañana estaba lloviendo. Era lunes, y el día anterior
(por ser domingo) no pude comprar provisiones para el Camino; aunque me
informaron que en Itero de la Vega, a 11 km, había un albergue con bar y tienda
abierto, donde me podría abastecer.
Aún tomando antiinflamatorios y aplicando hielo, la rodilla me molestaba
esa mañana, cojeaba bastante. Había quedado el día anterior con la dueña del
albergue Betania de Frómista (Lourdes, ya os hablaré más de ella) que me
hospedaría en su casa. Estudié bien la etapa: justo al inicio había que salvar
la subida a Mostelares con una pendiente del 11%. Tomé el desayuno que me
ofrecieron en el albergue y me dispuse a salir.
En fin, los últimos kilómetros de la provincia de Burgos fueron los
más duros emocionalmente que viví en mi Aventura a Santiago. Me cubrí con mi capa para protegerme
de la llovizna y empecé a caminar, poco a poco. Al principio, aún me quedaban
ganas para sacar alguna foto. Al cabo de un rato, en la subida a Mostelares, me
alcanzó una pareja de peregrinos; venían de Hontanas. ¡Qué no hubiera yo dado
en ese momento para poder estar bien físicamente y tener un compañero de Camino
como ellos! Me entristecí. La dureza de la etapa estaba sacando mis emociones a
flor de piel.
A duras penas logré alcanzar el alto, ¡pero allí estaba! Dicen que lo
mejor es la vista desde ese punto sobre la Tierra de Campos, pero, como ya era
habitual en mi Camino, estaba nublado y con bruma. Lo que no esperaba era
encontrarme con el siguiente cartel, anunciando el desnivel de bajada:
Tardé una eternidad en llegar abajo. Además, me había resfriado. Debí
coger frío el día anterior, o quién sabe… Y ¡vaya! casi no me quedaban pañuelos
(no había encontrado tienda abierta en las dos últimas poblaciones..)
En fin, la verdad es que ahora, al recordarlo, casi puedo reirme de
ello, menos mal. Estaba sola bajo la lluvia, en medio de Tierra de Campos, cubierta
con una capa negra (parecía una jorobada), con un resfriado del copón,
intentando sortear los charcos entre el barrizal que se presentaba ante mí, la
rodilla dándome unas dolorosas punzadas… Me sentía tan impotente, tan sola y
desemparada, que empecé a llorar desconsoladamente.
- ¿Por qué? - preguntaba gritando - ¿Por qué los momentos difíciles de
la vida tengo siempre que enfrentarlos yo sola?
Y como si las cosas van mal, pueden aún ir peor, el Camino se
convirtió en un verdadero barrizal. Vamos, los Montes de Oca fueron moco de
pavo comparado con esto. Cada paso que daba se me iba pegando fango a la bota,
de manera que casi no podía levantar el pie del peso; me ayudaba
con el bastón para liberarme de vez en cuando del pan de barro que se formaba. Había
además surcos de ruedas de tractores que, después de haber labrado los campos,
salían por ese tramo del Camino cubriéndolo todo de tierra fangosa.
Esos 4 km fueron un horror, y no me ayudaba el hecho de que
mentalmente me lo hubiera tomado como una tortura. Pero como todo tiene su
final, logré salvarlos, llegando a una carretera. ¡Qué bien! pensé, ¡no más
barro! Aunque el asfalto acabó de fastidiarme más la rodilla; las punzadas eran
ahora continuas. Empecé a ser consciente de que, para mí, el Camino de
Santiago se acabaría allí. No podía seguir más, temía provocarme una lesión más
grave.
Antes de empezar mi Aventura a Santiago imaginaba que no sería capaz
de llegar a Santiago de Compostela andando los casi 800 km que había desde
Pamplona, con el agravante de intentarlo en pleno invierno (es cuando dispongo
de vacaciones). Me decía a mí misma que, si debía abandonar por cualquier causa
(una lesión o una gran tormenta), cogería un tren y llegaría a Santiago igualmente,
e iría a abrazar al Santo.
A menos de 2
kilómetros de Itero de la Vega, crucé el puente Fitero
sobre el río Pisuerga, entrando finalmente en Palencia. ¡LO HABIA LOGRADO!. Me
sentía llena de orgullo. Me senté en un banco ya en la nueva provincia, comí
los restos creo que de una magdalena de un par de días antes, y me dije a mí
misma que era hora de abandonar. Había estado recorriendo el Camino de Santiago
durante 13 días como lo hacían los peregrinos
antiguamente, en soledad, con pocas comodidades, bajo el frío y la
lluvia, durante el duro invierno de albergues y locales cerrados, sujetada
únicamente por la hospitalidad de las gentes de las tierras por las que iba
pasando y el calor humano de los compañeros que eventualmente me iba encontrando. Si seguía, si llegaba a
Santiago, sería como una peregrina del siglo XXI, no tenía sentido hoy en día tanto
sufrimiento.
Hice un último esfuerzo y llegué a Itero de la Vega, donde justo a la
entrada está el albergue Puente Fitero. Entré en el bar y el dueño me atendió
muy amablemente, algo que se agradece enormemente teniendo en cuenta las pintas y el estado
en que llegué yo ese día. Lo primero que hice fue tomarme un cortado caliente y
comer algo. Había un peregrino al otro lado de la barra, bebiendo un pacharán.
Otra manera de calentar el cuerpo en el frío invierno…
Cuando hube reaccionado, intenté pensar y poner en orden mis ideas. En
el Puente Fitero ofrecían habitaciones, aunque el albergue municipal estaba
también abierto. Podía quedarme allí esa noche. La otra opción era coger
directamente un tren a Santiago de Compostela: consulté con el hospitalero las
combinaciones posibles. Podía estar en Santiago esa misma noche. Pero antes,
debía llamar al albergue de Frómista para avisarles de que no iba, me estaban
esperando.
Cogí el teléfono y lláme. Le expliqué a Lourdes lo que me había pasado,
que estaba en Itero y no podía llegar a Frómista, y que abandonaba el Camino.
Me sugirió que fuera igualmente a su albergue a dormir, que pidiera un taxi que
me llevara (estaba a 14 km
de distancia) y que descansara en su albergue unos días hasta recuperarme y
pasara la Navidad con ellos (al día siguiente era ya Nochebuena). Además, en
Frómista se encontraba un centro de salud, por lo que, si iba, podría visitarme
el médico esa misma tarde.
No contemplé al momento esta opción. La primera, que era la de coger
el tren directamente a Santiago, la descarté, puesto que no podía casi andar y
no me veía yo como para caminar por los andenes de las estaciones, y en Santiago
capital intentando llegar a la Catedral o buscando alojamiento de noche… era
una locura. Había que tener en cuenta además la mañana que había pasado y el
estado (físico y emocional) en que me encontraba. Además, la previsión del tiempo daba a partir del
día siguiente tormentas y viento fuerte en toda la península, ¿cómo me iba yo a
manejar en Galicia? No me sentía con fuerzas. Lamentándolo mucho, tuve que descartar esta opción.
Me acerqué al albergue municipal con la idea de quedarme allí esa noche,
ya pensaría qué hacer al día siguiente. Necesitaba una cama y descansar. Llegué
y no había nadie en ese momento (otra vez, como en Castrojeriz) y qué queréis
que os diga… debía ser de lo mal que me encontraba que no estaba dispuesta a quedarme
en un sitio como ése. Realmente no era malo, pero no había calefacción y era
como un aula de colegio repleta de camas; un lujo para un peregrino, cierto, pero
para alguien como yo que ya había tocado fondo ese día, era echar aún más leña al fuego.
Decidí llamar a un taxi. Y allí, delante
del albergue Puente Fitero, me subí al coche que me llevaría a Frómista, a casa de
Lourdes. Después de trece días de peregrinación, volvía a la civilización. Era
el fin de mi Camino a Santiago… ¿o no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario