miércoles, 1 de octubre de 2014

Itero de la Vega, km. 276

Castrojeriz, última población de la provincia de Burgos en el Camino de Santiago. En este nuevo día que empezaba, estaba a punto de alcanzar mi tercer objetivo: atravesar la provincia de Burgos. ¿Debía continuar otra provincia más? Tenía mis dudas.

Mi idea era completar en esta etapa Castrojeriz–Frómista (25km) y en la siguiente, 24 de diciembre, Frómista-Carrión de los Condes (19 km), donde pasaría la Nochebuena.


Al levantarme por la mañana estaba lloviendo. Era lunes, y el día anterior (por ser domingo) no pude comprar provisiones para el Camino; aunque me informaron que en Itero de la Vega, a 11 km, había un albergue con bar y tienda abierto, donde me podría abastecer.

Aún tomando antiinflamatorios y aplicando hielo, la rodilla me molestaba esa mañana, cojeaba bastante. Había quedado el día anterior con la dueña del albergue Betania de Frómista (Lourdes, ya os hablaré más de ella) que me hospedaría en su casa. Estudié bien la etapa: justo al inicio había que salvar la subida a Mostelares con una pendiente del 11%. Tomé el desayuno que me ofrecieron en el albergue y me dispuse a salir.


En fin, los últimos kilómetros de la provincia de Burgos fueron los más duros emocionalmente que viví en mi Aventura a Santiago. Me cubrí con mi capa para protegerme de la llovizna y empecé a caminar, poco a poco. Al principio, aún me quedaban ganas para sacar alguna foto. Al cabo de un rato, en la subida a Mostelares, me alcanzó una pareja de peregrinos; venían de Hontanas. ¡Qué no hubiera yo dado en ese momento para poder estar bien físicamente y tener un compañero de Camino como ellos! Me entristecí. La dureza de la etapa estaba sacando mis emociones a flor de piel.

A duras penas logré alcanzar el alto, ¡pero allí estaba! Dicen que lo mejor es la vista desde ese punto sobre la Tierra de Campos, pero, como ya era habitual en mi Camino, estaba nublado y con bruma. Lo que no esperaba era encontrarme con el siguiente cartel, anunciando el desnivel de bajada:


Tardé una eternidad en llegar abajo. Además, me había resfriado. Debí coger frío el día anterior, o quién sabe… Y ¡vaya! casi no me quedaban pañuelos (no había encontrado tienda abierta en las dos últimas poblaciones..)

En fin, la verdad es que ahora, al recordarlo, casi puedo reirme de ello, menos mal. Estaba sola bajo la lluvia, en medio de Tierra de Campos, cubierta con una capa negra (parecía una jorobada), con un resfriado del copón, intentando sortear los charcos entre el barrizal que se presentaba ante mí, la rodilla dándome unas dolorosas punzadas… Me sentía tan impotente, tan sola y desemparada, que empecé a llorar desconsoladamente.
- ¿Por qué? - preguntaba gritando - ¿Por qué los momentos difíciles de la vida tengo siempre que enfrentarlos yo sola?

Y como si las cosas van mal, pueden aún ir peor, el Camino se convirtió en un verdadero barrizal. Vamos, los Montes de Oca fueron moco de pavo comparado con esto. Cada paso que daba se me iba pegando fango a la bota, de manera que casi no podía levantar el pie del peso; me ayudaba con el bastón para liberarme de vez en cuando del pan de barro que se formaba. Había además surcos de ruedas de tractores que, después de haber labrado los campos, salían por ese tramo del Camino cubriéndolo todo de tierra fangosa.

Esos 4 km fueron un horror, y no me ayudaba el hecho de que mentalmente me lo hubiera tomado como una tortura. Pero como todo tiene su final, logré salvarlos, llegando a una carretera. ¡Qué bien! pensé, ¡no más barro! Aunque el asfalto acabó de fastidiarme más la rodilla; las punzadas eran ahora continuas. Empecé a ser consciente de que, para mí, el Camino de Santiago se acabaría allí. No podía seguir más, temía provocarme una lesión más grave.

Antes de empezar mi Aventura a Santiago imaginaba que no sería capaz de llegar a Santiago de Compostela andando los casi 800 km que había desde Pamplona, con el agravante de intentarlo en pleno invierno (es cuando dispongo de vacaciones). Me decía a mí misma que, si debía abandonar por cualquier causa (una lesión o una gran tormenta), cogería un tren y llegaría a Santiago igualmente, e iría a abrazar al Santo.

A menos de 2 kilómetros de Itero de la Vega, crucé el puente Fitero sobre el río Pisuerga, entrando finalmente en Palencia. ¡LO HABIA LOGRADO!. Me sentía llena de orgullo. Me senté en un banco ya en la nueva provincia, comí los restos creo que de una magdalena de un par de días antes, y me dije a mí misma que era hora de abandonar. Había estado recorriendo el Camino de Santiago durante 13 días como lo hacían los peregrinos  antiguamente, en soledad, con pocas comodidades, bajo el frío y la lluvia, durante el duro invierno de albergues y locales cerrados, sujetada únicamente por la hospitalidad de las gentes de las tierras por las que iba pasando y el calor humano de los compañeros que eventualmente me iba encontrando. Si seguía, si llegaba a Santiago, sería como una peregrina del siglo XXI, no tenía sentido hoy en día tanto sufrimiento.  


Hice un último esfuerzo y llegué a Itero de la Vega, donde justo a la entrada está el albergue Puente Fitero. Entré en el bar y el dueño me atendió muy amablemente, algo que se agradece enormemente teniendo en cuenta las pintas y el estado en que llegué yo ese día. Lo primero que hice fue tomarme un cortado caliente y comer algo. Había un peregrino al otro lado de la barra, bebiendo un pacharán. Otra manera de calentar el cuerpo en el frío invierno…

Cuando hube reaccionado, intenté pensar y poner en orden mis ideas. En el Puente Fitero ofrecían habitaciones, aunque el albergue municipal estaba también abierto. Podía quedarme allí esa noche. La otra opción era coger directamente un tren a Santiago de Compostela: consulté con el hospitalero las combinaciones posibles. Podía estar en Santiago esa misma noche. Pero antes, debía llamar al albergue de Frómista para avisarles de que no iba, me estaban esperando.

Cogí el teléfono y lláme. Le expliqué a Lourdes lo que me había pasado, que estaba en Itero y no podía llegar a Frómista, y que abandonaba el Camino. Me sugirió que fuera igualmente a su albergue a dormir, que pidiera un taxi que me llevara (estaba a 14 km de distancia) y que descansara en su albergue unos días hasta recuperarme y pasara la Navidad con ellos (al día siguiente era ya Nochebuena). Además, en Frómista se encontraba un centro de salud, por lo que, si iba, podría visitarme el médico esa misma tarde.


No contemplé al momento esta opción. La primera, que era la de coger el tren directamente a Santiago, la descarté, puesto que no podía casi andar y no me veía yo como para caminar por los andenes de las estaciones, y en Santiago capital intentando llegar a la Catedral o buscando alojamiento de noche… era una locura. Había que tener en cuenta además la mañana que había pasado y el estado (físico y emocional) en que me encontraba. Además, la previsión del tiempo daba a partir del día siguiente tormentas y viento fuerte en toda la península, ¿cómo me iba yo a manejar en Galicia? No me sentía con fuerzas. Lamentándolo mucho, tuve que descartar esta opción.

Me acerqué al albergue municipal con la idea de quedarme allí esa noche, ya pensaría qué hacer al día siguiente. Necesitaba una cama y descansar. Llegué y no había nadie en ese momento (otra vez, como en Castrojeriz) y qué queréis que os diga… debía ser de lo mal que me encontraba que no estaba dispuesta a quedarme en un sitio como ése. Realmente no era malo, pero no había calefacción y era como un aula de colegio repleta de camas; un lujo para un peregrino, cierto, pero para alguien como yo que ya había tocado fondo ese día, era echar aún más leña al fuego.


Decidí llamar a un taxi. Y allí, delante del albergue Puente Fitero, me subí al coche que me llevaría a Frómista, a casa de Lourdes. Después de trece días de peregrinación, volvía a la civilización. Era el fin de mi Camino a Santiago… ¿o no?


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