domingo, 28 de septiembre de 2014

Castrojeriz, km. 264

Castrojeriz, km. 264

22 de diciembre de 2013, dos días para Nochebuena. Doceavo día de mi Aventura a Santiago.

Había estado mirando las próximas poblaciones con albergues abiertos para elegir dónde pasar la Nochebuena. La verdad es que, si hubiera seguido con el grupo, no me hubiera importado dónde celebrar la Navidad, me habría sentido como en casa en cualquier sitio. Me apetecía mucho dormir en Nochebuena en Carrión de los Condes, aunque eso significaba andar 72 km en tres días, y mi rodilla no andaba nada bien.


Me puse en marcha al alba, era domingo. No se oía ni veía un alma en Rabé de las Calzadas. Enfilé el camino siguiendo las flechas y ya enseguida salí a los campos; estaba ya en la meseta castellana. Me maravillaba el paisaje que tenía ante mis ojos, y con ellos fijos en el Camino pensaba en mis compañeros que habían pasado y dejado sus huellas en él horas o días atrás.


Había helado de nuevo y estaba nublado, pero por lo menos, seguía sin llover. Una de mis preocupaciones en el Camino era encontrarme con una tormenta, por lo que aprovechaba para hacer kilómetros mientras hiciera bueno. Gracias al móvil, consultaba a diario la previsión del tiempo y, un día más, no iba a llover.

Llegué a Hornillos después de 8 km (debí tardar unas 3 horas), estaba todo cerrado. También la iglesia, aunque paré a cobijarme en su porche para descansar un rato y reponer fuerzas comiendo un poco.


Proseguí con decisión mi Camino: la próxima población era Hontanas, donde pensaba dormir. Disponían de albergue abierto y estaba a 10,5 km, serían en total 18,50 km de etapa que, teniendo en cuenta mi lesión, ya era suficiente. Pero ¡oh destino! Llamadle cabezonería, espíritu de lucha o tozudez, decidí seguir adelante.

Comí en el bar de los que llevaban el albergue municipal, una gente amabilísima. Me dolía la rodilla, pero como la noche anterior había llegado a la conclusión de que probablemente era una blanda por no hacer como los demás y seguir a pesar del dolor, decidí continuar hasta Castrojeriz (9,20 km más, serían en total 28). En ese momento pudo más mi mente que el sentido común y mis problemas físicos; viéndolo ahora desde la distancia y después de leer los comentarios de los peregrinos sobre el albergue de Hontanas, más me hubiera valido quedarme allí ese día. Pero quería por lo menos intentar llegar a Carrión de los Condes por Navidad, y ¡el mundo está hecho para los valientes!

Hontanas
Tenía dos opciones para el último tramo del día: seguir las flechas amarillas, que se adentraban en los campos llenos de barro y que al cabo de 4 km iban a desembocar de nuevo en la carretera, o enfilar directamente ésta. Como en el asfalto se me cargaban más las piernas, opté por la primera opción; pero al poco me arrepentí y volví a la carretera. Me dolía la rodilla a cada paso, pero seguía firme en mi decisión; además, me había colocado unas tiras que me había dado el fisio de Burgos para sujetar la rótula (luego vi que fue peor el remedio que la enfermedad), con lo que estaba tranquila con que hacía lo que debía.

De repente, ¡zas! Se me estropea el bastón. No os lo he dicho, pero caminaba con un solo bastón, el que me había acompañado en mis excursiones por Mallorca y Menorca los últimos años. Ahora se hundía al apoyarlo en el suelo. Andaba cojeando, y ¡no podía ayudarme con él! Seguí unos metros más, mientras iba pensando cómo demonios iba yo a llegar a Castrojeriz a ese paso… no os creeréis lo que me pasó. Apoyado en el tronco de un árbol junto a la carretera, me encontré una especie de bordón apañado con el palo de una escoba, el mango de un paraguas y un taco de goma en la base, todo ello unido con cinta aislante negra. Miré a todos lados buscando a su dueño… ni un alma en los alrededores. Esperé. Nadie.


El bastón-escoba era de mi medida. No podía creer que hubiera aparecido justo en el momento en que lo necesitaba; tenía la pinta de haber sido dejado ahí aposta por algún vecino que, tal vez, se dedicara a ayudar a la gente (que, como yo, andaba ya tan cansada)  haciendo bastones y dejándolos en el camino.

Llegué al convento de San Antón, que por las fotos que había visto me apetecía mucho visitar. No sé si sería el día, o cómo me sentía yo en ese momento, que me dio mal rollo. Estaba medio en ruinas y parecía una casa fantasma. Paré un poco más adelante en la orilla del Camino para descansar.


Me quedaba poco más de una hora para llegar a Castrojeriz. Me había creado muchas expectativas con este pueblo, que al final se quedaron en eso. Hay que ver, el Camino de Santiago me enseñó que muchas veces quedamos decepcionados con lugares o personas por la idea que nos habíamos formado de ellas; y otras veces, las que pensábamos que iban a pasar sin pena ni gloria, nos sorprendían hasta el extremo. ¿Era bueno entonces, planificar tanto? ¿Forzar para llegar a un destino que, al final, no era lo que esperábamos?

Castrojeriz me pareció un pueblo precioso. La cuesta de subida hasta el albergue se me hizo interminable y durísima (en todos los pueblos el Camino de Santiago pasa junto a las iglesias, que normalmente están en el alto de los mismos).


Llegué al albergue a las 4 de la tarde, estaba exhausta. No estaba el hospitalero y el albergue estaba vacío. Me encontré una nota que invitaba al peregrino a entrar y elegir litera. Me senté en una silla a esperar: hacía un frío que pelaba. No había nada que caldeara el gélido lugar. Sabía que había algún hotel abierto en Castrojeriz, pero estaba tan cansada que no podía dar paso. Al cabo de una hora llegó otro peregrino. ¡Al fin! Hacía 2 jornadas que no me había encontrado con ninguno. Esperamos un poco más, eran pasadas las 5 de la tarde, hasta que me decidí a llamar a un teléfono que encontré por ahí apuntado. El hospitalero estaba en una comida familiar (era domingo), la señora nos dijo que en un rato aparecería en el albergue.

Cuando finalmente llegó nos atendió muy amablemente, la verdad es que fue muy servicial. Nos explicó que la calefacción estaba estropeada y que el ayuntamiento no quería poner dinero para arreglarla. ¡Estábamos en diciembre! Nos encendió dos estufas de butano en el sala de las literas, y nos dijo que por la noche debía apagarlas, puesto que no era seguro dejarlas encendidas. Estaba congelada.

El hospitalero, al verme cojear, me dijo que debía tener tendinitis, que había visto muchas entre los peregrinos. Se ofreció a, más tarde, hacerme un masaje para aliviarme el dolor. Yo no me fiaba mucho, la verdad, porque se le notaba muy contento a su vuelta de la comida, tal vez demasiado, y no le conocía de nada. Pero un chico que le acompañaba y ayudada me dijo que sí podía confiar en él. La verdad es que el hospitalero ya me había arreglado el bastón (sigue funcionando, aunque ahora ando con dos), por lo que le estaba muy agradecida. En fin, quedé con que él volvería más tarde a mirarme la rodilla.


Recuerdo que había un hombre del pueblo que pasó por allí, y hubo un momento en que me quejé del frío que hacía en el albergue. El hombre fue muy rudo conmigo, diciéndome que si quería comodidades me fuera a un hotel. Que el verdadero peregrino no se queja, agradece. No volvería a hacerlo en lo que me quedaba de Camino. Aunque, la verdad, mi queja creo que era justificada, ya que no podía sacarme el frío del cuerpo después de pasar todo el día a la intemperie, sin más cobijo que el del bar de Hontanas donde que comí. No esperaba que los albergues de las poblaciones más grandes fueran los que estaban peor gestionados (como ya me pasó en Nájera)

Escogí una litera y tal cual iba vestida me embutí en el saco y me tapé con otras 2 mantas, para poder entrar en calor. Llegaron dos peregrinos más. Todos chicos jóvenes. Yo no podía ni moverme, pero por lo menos ahora estaba calentita. Tenía que cenar algo, se había hecho ya de noche; ese día, por el frío y por el aspecto sucio de las duchas, fui incapaz de darme una ducha. Por un día, pensé, no pasaría nada.

El hospitalero (lo siento, no recuerdo su nombre) me recomendó un sitio para cenar (en el albergue no disponen de cocina); me acompañó. Mientras él se quedaba tomando cervezas en la barra, la dueña del bar me preparó unos espaguetis con tomate buenísimos, y antes me hizo una infusión calentita para que me volviera el color al rostro. Empecé a volver en mí. Sólo me faltaba que el hospitalero mirara mi rodilla, me habían dicho que era muy buen masajista y que ayudaba a muchos peregrinos.

Volví al albergue y le esperé… en vano. O bien tuvo cosas que hacer, o se le olvidó… Cuando ya todos se fueron a dormir, me puse los cascos y me arropé bien con las mantas, dando las gracias por tener un sitio donde cobijarme del frío invierno. Apagamos las luces y me dormí.





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