Dejé Navarrete con el ánimo renovado: el haber reducido el ritmo
permitió que me recuperara notablemente. ¡Y volvía a lucir el sol! Marco había
dejado el albergue mucho antes, al alba, dispuesto a hacer una etapa
larguísima. Mi objetivo de hoy: Nájera, 18 kilómetros.
Notas de los peregrinos del albergue El Cántaro, Navarrete |
No iba a ser una etapa muy larga, lo que me permitió tomarlo con calma
de nuevo. ¡Qué diferencia hacer el Camino con buen tiempo! Andaba entre
viñedos, era primera hora de la mañana y veía el sol fundir la escarcha de los
campos.
Después de subir un camino pedregoso, alcancé el Alto de San Antón, que
me ofreció una inesperada y espectacular vista del valle del Najerilla, con la
Sierra de la Demanda nevada al fondo. Descansé allí un rato, contemplando el
paisaje, tan poco familiar para mí, por ser y vivir en la isla de Menorca.
Cerca ya de Nájera me adelantó un peregrino, más tarde otro. Bien,
pensé, en el Camino de Santiago nunca estás solo del todo. Como andaba más
despacio e igualmente la temperatura era baja (15 de diciembre), el frío iba
calando en mi cuerpo. Lo primero que hice al llegar a Nájera fue parar en un
bar donde vi un cartel que indicaba HAY CALDO. Empezaba a entender lo que
podían sufrir los peregrinos de antaño, andando por esos caminos (no iban tan
equipados como nosotros ahora), y cómo debían de agradecer la hospitalidad y un
plato de comida. El encontrar una mesa donde sentarse, tomar un caldo caliente
y un bocadillo, servido además con amabilidad por el mesero, era para una
peregrina como yo de un valor incalculable, no tenía precio.
Con el estómago lleno me dirijí por fin al albergue municipal, eran
las 4 de la tarde. Me
había creado muchas expectativas con los albergues de las ciudades, pensaba que
serían los más cómodos y mejor atendidos, y en general, no fue así. A mi
llegada y después de sellar la credencial (ritual diario) me indicaron las
instalaciones y elegí una litera. Era una sala enorme con unas 60 camas.
Necesitaba tumbarme, llevaba desde las 8 de la mañana en marcha.
La sala estaba gélida. Intenté dormir… ¡Cómo puede hacer tanto frío
aquí! Entonces vi que tenían abiertas las ventanas, debíamos estar a 6 grados
en el exterior. No tenían mantas disponibles, y mi saco no era de temperaturas
extremas. Empecé a tiritar, no podía parar. Salí a ver a los hospitaleros a
pedirles por favor si había otro sitio donde dormir, un hostal, estaba
congelada, no podía ni hablar. El hospitalero saliente se me acercó, hizo que
me sentara y me preparó un colacao caliente con galletas, que me tomé a
regañadientes, al tiempo que ordenaba al nuevo hospitalero encender el aire
acondicionado de la sala y cerrar las ventanas en el cuarto de literas.
Quería marcharme igualmente. Hasta que al cabo de un buen rato, empecé
a reaccionar y a volver el color a mis mejillas. Habían llegado otros 2
peregrinos al albergue, y más tarde llegaría otro más. Uno de ellos cogió una
guitarra y tocó los acordes de una canción. La música me llegó al alma. Se
trataba de Máximo, un peregrino argentino. Gracias a su música y al hospitalero
(del que no recuerdo su nombre, pero sí su buena acogida) decidí quedarme en el
albergue.
El hospìtalero gallego que me preparó el cola-cao |
Necesitaba cenar algo más sólido que los bocadillos que tomaba de
tentempié en el Camino, y en el albergue nos habían recomendado un restaurante
cercano que tenía menú del peregrino a un módico precio. Máximo me acompañó,
compartimos mesa esa noche y en nuestra charla me contó que era salesiano y
llevaba 25 años en las misiones de Angola. Los salesianos veneran a María
Auxiliadora, que es la patrona de mi ciudad, y por la que llevo mi segundo
nombre, Auxiliadora. ¡El mundo está lleno de casualidades!
Dimos un pequeño paseo por Nájera y paramos en un horno abierto:
compramos pan, unas magdalenas excelentes para el desayuno y alguna que otra
cosa para el Camino.
Hora de descansar. El hospitalero hizo un extra y me proporcionó una
manta de las suyas, puesto que por la noche paran el aire acondicionado. Dormí
profundamente.
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